Las tradiciones
familiares no se rompen fácilmente excepto cuando es indispensable hacerlo
porque todo tu ser lo pide a gritos y es necesario para tu bienestar emocional.
En dichos casos, no importa qué tan joven seas. Eso comprendí un día de
octubre. Hasta ese momento había ido a Acho sin quejarme y con una
serena indiferencia. Me la pasaba entretenida jugando en las gradas y cuando
mostraba signos de aburrimiento me atiborraban de chocolates, queques y otras
golosinas que devoraba con deleite; hasta aquel día en que atendí al
espectáculo, esa degradante y cruel función. La sangre chorreaba por ambos
lados del lomo del pobre animal y unas varillas incrustadas lo hacían
retorcerse de dolor. Su aspecto denotaba cansancio, sufrimiento; y no pude
evitar imaginar lo que podría sentir el solitario toro en medio de la plaza. El
dulce de turno permanecía en mis manos a medio acabar pero solo una sensación
displacentera persistía y quedó marcada en mi memoria. Han pasado más de
treinta años y aún puedo evocar con claridad y tristeza ese día, el último que asistí a
una corrida de toros.
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